miércoles, 6 de agosto de 2008

Esta edición está dedicada a relatos sobre personajes estimados por el
autor (Bernardo Schifrin).


LA MUERTE DE UN CAMPESINO


(Los datos biográficos pueden no ser exactos, el homenaje a nuestros campesinos sí.)

Don Puño vivió siempre en el puesto donde nació.

En el Norte argentino se llama puesto a una pequeña fracción de tierra ocupada por los moradores desde tiempos inmemoriales, a veces amparados por antiguas mercedes reales, otras en las que poseen algunos recibos pagos del impuesto inmobiliario con la idea de solicitar algún día la posesión veinteañal, cosa que por el gasto y las dificultades generalmente no realizan, y en la mayoría de los casos sin ningún título que los respalde.

El puesto de Don Puño está ubicado en el Sur de La Rioja, donde la escasez de lluvias y pasturas en las estancias alcanza para albergar un vacuno cada 8 ó 10 hectáreas. Don Puño vivía en un puesto de 240 Hectáreas, criaba vacunos y cabras. En los puestos la cantidad de animales por hectárea es mayor que en las estancias, a veces se duplican los vacunos, además de las cabras.

Es claro, que requieren mucho más trabajo, llevarlos a tomar agua, a sitios donde quede pasto, vigilar para que no penetren depredadores, encerrarlos en corrales de palo a pique todas las noches, en fin, la ancestral tarea de los pastores.

Cuando Don Puño llegó a la edad de merecer se emparejó con su compañera de toda la vida, tuvieron ocho o nueve hijos en buena salud, gracias a Dios. Como en el puesto todavía vivían los padres, además de cuidar los animales, había que procurarse el puchero de otra manera, Don Puño se hizo carbonero, trabajo duro si los hay, cuando los changuitos cumplían 8 años, y habían aprendido a escribir su nombre y apellido, los llevaba para que lo ayudaran, así fuera para cuidar que el fuego no se apagara, ni se encendiera demasiado, durante los ratos en que él dormía, hachaba, o realizaba otras tareas.

Era hombre de pocas palabras, y con esas pocas y su ejemplo los fue educando, le salieron buenos para ese existir sacrificado, mucho trabajo, poca comida y nada de lujos.

Llegó el día en que por el propio devenir de la existencia debió hacerse cargo del puesto. Su situación no mejoró demasiado. A la zona no había llegado el mestizaje y los animales rendían poca carne, y los pagaban menos de lo que rendían, por no hablar de los veranos en que se retrasaban las lluvias, en que había que venderlos por nada, mandarlos a un lugar distante en el que los tuvieran a pasto a cambio de mensualidades difícilmente recuperables, o resignarse a ver morir a los más débiles. Quedaban las cabras, pero los cabritilleros se aprovechaban y bajaban sus ofertas.

Don Puño tenía la represa bien desembarrada a pala, para que el agua le rindiera más tiempo, pero así y todo.

Había que comer o comprar pasto para seguir manteniendo algunos animales. Don Puño pasaba hambre, sus hijos comían menos, y se compraba pasto.

Durante un periodo de normalidad en las lluvias (300 a 400 mm. anuales) comenzó el mestizaje y la cosa mejoró, ya sea algún vecino que había conseguido un torito mocho negro, o de esos con joroba, o el INTA que con su escaso personal de extensión alcanzó a llegarse para la inseminación.

Los hijos ya eran grandes y habían volado en busca de otros horizontes, o aportaban changueando afuera.

La familia de uno de ellos se ocupaba de un tambo criollo, ordeñaban a mano las vacas, para preparar queso, o para venderla por los alrededores, gorda y sin bautismo.

Mientras tanto se había construido el Dique Saladillo, que se destinaría a la ganadería, la canalización se pagó dos veces pero se tragaron el presupuesto, no se concluyó nunca, y con el tiempo se volvió casi inservible, agua amarga y salada.

Hasta que llegaron tres años de sequía , la vieja no llegó a verla, Don Puño se quedó sin compañera a los setenta y pico.

El hijo con su familia se fueron a trabajar a Córdoba, y una de las mujeres se quedó a cuidarlo. Otros hijos que vivían cerca andaban por el puesto para ayudarlo varias veces por semana, Don Puño se volvió todavía más callado.

No sé si fue la enfermedad, o la tristeza, Don Puño se agostó con la sequía.

LA AMISTAD DEL AJUSTADOR Y EL JOVEN TECNICO

Fue el más extraordinario ajustador mecánico que conocí, y uno de los mejores tipos.

Ajustador es quién termina los trabajos para que cumplan con eficiencia su función.

Un matricero puede ser ajustador, pero puede no serlo, porque se vale de máquinas herramientas y el ajustador domina también las herramientas de mano. Un soldador experto puede ser o no ser ajustador, pero un ajustador suele ser también un magnífico soldador. En fin, el ajustador es el operario más calificado de un taller mecánico general, algo muy diferente a lo que vulgarmente conocemos como taller mecánico, el lugar donde se cambian repuestos a los autos.

Vayamos por partes.

I

Un montón de anécdotas

A los 18 años terminé la Escuela Industrial y me entregaron el título de Técnico Químico.

Como había trabajado, mientras estudiaba, con una persona que llevaba la contabilidad de joyeros talleristas, se me ocurrió dedicarme a recuperar los metales preciosos de los residuos de esa fabricación, incluso del barrido del piso de los talleres.

Me iba regular, una porque no tenía horno de fundición para los barridos, los dueños de los hornos se quedaban con la parte del león, y otra porque era muy tiernito, carecía de picardía comercial, y en vez de sisarle una parte de los metales preciosos a los joyeros, me robaban a mí. Pero esa es historia de otro costal que algún día narraré.

Urgido por la necesidad y a la espera de algo más afín a mis estudios, conseguí emplearme como cuentacorrentista en una casa importadora de té Inglés.

Al par de meses, me enteré que la fábrica de tintas y productos afines “Pelikan” solicitaba Técnicos Químicos, me tomaron volando, por lo que dejé las transitorias cuentas corrientes.

A ellos los Técnicos Químicos les resultaban baratos, los usaban para capatacear, o para peonar, en las líneas que fabricaban una multitud de productos. Pero les prohibían la entrada al laboratorio, reino de un alemán y su “ayudante” femenina. Sólo él atesoraba las fórmulas “secretas” de los productos. Desconocíamos hasta con que materias primas trabajábamos, designadas con letras y números indescifrables, por ejemplo B 27 ó C 2014.

Cierto día, en el que me tuvo por horas tirado en el suelo raspando el cemento pegado a un molino para óleos y témperas, me saqué el delantal gris, el de él era blanco, y se lo tiré a la cara.

Un muchacho que había trabajado como ayudante de laboratorio me recomendó a “Lockwood”, asesores para el tratamiento de aguas.

La jefa de laboratorio era una rusa, que conocía las técnicas de análisis que usaba la empresa. Se había fugado de la entonces Armenia Soviética con su marido, reputado ingeniero que allí encabezaba la Dirección de Aguas. En Lockwood cuidaban al ingeniero como a su bien más preciado, y extendían un manto piadoso sobre los caprichos de la mujer, entre ellos cambiar continuamente de ayudantes.

Me tenía prohibido realizar tareas que ella no ordenara.

Una tarde faltó y uno de los promotores necesitaba analizar una muestra de agua, la técnica no ofrecía dificultades y poco después le comuniqué los resultados.

Al día siguiente la rusa puso el grito en el cielo y durante un tiempo me relegó a lavar cuidadosamente, aún recuerdo los tres enjuagues con agua desmineralizada , el material de vidrio empleado en los análisis.

Para mejorar el concepto que tenía de ella, cuando se enteró que mis abuelos habían emigrado de Rusia antes del centenario, me obsequió una perorata, según la cual mis abuelos pertenecían a la categoría de inmigrantes semiletrados corridos por la miseria, mientras ella y su esposo, respetables profesionales, eran refugiados políticos.

Llegó el verano y se acortaron las mangas de nuestros delantales, la rusa aprovechaba para acariciarme los brazos. Además, no dejaba de hacerme saber que su marido miraba con buenos ojos el desarrollo de nuestra amistad y que sería muy agradable encontrarnos para charlar. Yo me hacía el boludo. Para mí era una vieja fea y huesuda que me llevaba más de treinta años.

Me llamó el Jefe de Personal, Mr. Martin, la rusa no estaba conforme con su ayudante. Procuré explicarle la situación, él ya la conocía. Me pagaron la indeminización, y me rajé a a Mar del Plata, extrañaba a mi vieja que estaba trabajando en el hotel de mi abuelo.

A la vuelta de las vacaciones me presenté a una fábrica en San Justo que solicitaba Técnico Químico.

Quizás porque el lugar quedaba lejos, sólo nos habíamos acercado dos postulantes y el otro parecía medio papa frita. Durante la espera, traté de sonsacar a los porteros algunos datos acerca de la fábrica, para enfrentar la entrevista con ventaja. Me favoreció que el director general estuviera muy atareado y no pudiera atendernos, debíamos regresar al día siguiente. Salí rajando y durante varias horas me zambullí en la biblioteca de la Asociación Química.

Durante nuestra conversación el director se manifestó gratamente impresionado por mis conocimientos sobre la industria aceitera.

II

La amistad

Allí me hice amigo del mecánico ajustador y factotum imprescindible para el funcionamiento de las maquinarias. Pero como él decía, regían convenios colectivos de trabajo y ganaba casi lo mismo que los peones, a los que les había enseñado el oficio. Emprendía reparaciones muy dificiles, las empresas especializadas externas resultaban mucho más caras, y el trabajo de Humberto era rápido, racional, duradero, pese a lo cual nunca recibió una gratificación, ni un aumento de sueldo.

Esa situación lo mortificaba, pero se había resignado. Le seguía enseñando a todo el personal del taller y ante cada desperfecto importante se desvelaba hasta darle solución.

Los mecánicos pasaban de las salas de prensas continuas que trabajaban a 50 o 60 grados, a los patios, o al extractor por solvente, apenas un cobertizo con paredes donde soplaba el viento. Los resfríos estaban a la orden del día, y Humberto se acercaba a los cincuenta y cinco años.

En el laboratorio yo era amo y señor, el Director que cumplía rigurosamente sus funciones no era mal hombre, cuando comprobó que los análisis de rutina necesarios para ajustar los tiempos y rendimientos, se realizaban con rapidez, me dió plenos poderes.

Preparaba té caliente, para los que sentían frío, entraban al laboratorio por un minuto sin perjudicar sus tareas.

Humberto era mi principal invitado, me lo recompensaba recitando estrofas de Dante y los dos nos sentíamos en nuestra salsa.

Elegí para ayudante a un obrero entrerriano muy inteligente, capaz de aprender los análisis de rutina y hasta calcular los resultados, Humberto simpatizó con mi elección. Los fines de semana nos invitaba a su casita de Haedo. Baigorria, mi ayudante, rasgueaba en la guitarra temas criollos, valsecitos, cuecas, zambas. Humberto tocaba temas clásicos de Zarasate, Monti, Tárraga. Cuando estaba inspirado cambiaba la guitarra por el violín e interpretaba a Schuman, Mozart,o aires de opera. Yo recitaba a Neruda, Pedroni, Gustavo Riccio, Almafuerte, o mis primeros intentos poéticos.

Su mujer se mantenía ajena, sólo participaba acercando algunas viandas.

La había conocido en una de las salas de baile del Parque Japonés.

Cuando nos quedábamos solos se lamentaba:- Si tuviera que viajar a Italia ¿cómo podría presentarle esta mujer a mi familia?

Yo le pasaba diarios y revistas políticas de izquierda, Humberto los leía pero nunca me manifestó su acuerdo, debía apreciar, con razón, la mejora experimentada por los trabajadores durante las primeras presidencias de Perón.

Disculpaba su indiferencia ante mi fervor, señalando que genéricamente los de su familia, carecían de una gran inteligencia, no entendían de teorizaciones, sólo valían para el trabajo práctico.

Lo desmentía la gruesa libreta de hule en la que había recopilado fórmulas, una especie del manual del ajustador mecánico sin cálculo infinitesimal ni álgebra superior.

Cuando triunfó la Revolución Libertadora llevaron presos a los miembros de la Comisión Interna.

Yo lideraba, de motu propio, las reuniones realizadas en casas de obreros para organizar el reclamo por la libertad de los delegados de la Matanza. Algunos habrían abusado de algún franco sindical para reparar su casa, o agregarle una pieza, pero no habían ido más allá, trabajaban como todos.

Los marinos a cargo de la zona convocaron a todo el personal en la misma fábrica. Se hicieron presentes armados y luego de su largo espiche, dejaron espacio para las preguntas y las opiniones, los obreros estaban atemorizados. Yo intenté tomar la palabra pero el Director me interrumpió: -Ud. es personal directivo, no puede hablar por los trabajadores.- Protesté:- si la Revolución se hizo por la libertad , como no me van a dejar hablar.- Los marinos me dejaron hablar y les pedí la libertad de los delegados, que no eran dirigentes políticos sino humildes trabajadores.

El Director General me citó en su escritorio, tenía un entripado con algunos delegados a los que esperaba despedir sin indeminización, y mi participación lo contradecía.

-¿Cuánto gana Ud.?

-Mil seiscientos pesos mensuales.

-Le vamos a subir a dos mil quinientos, siempre y cuando no converse más con el personal obrero, buenos días, buenas tardes y nada más. Ni reuniones en el laboratorio, ni té, ni café con leche, ni nada.

Yo también fui jóven. Algún día se va a dar cuenta que lo están usando.

-Mire, aprecio este empleo y el trabajo que se realiza, pero no tengo cara para cambiar mi actitud con la gente.

Así no podemos seguir.

No se animaba a echarme por las posibles repercusiones, pero tarde o temprano lo iba a hacer.

-Doctor le propongo un trato, me pagan cinco mil pesos y les preparo a Baigorria para hacer todos los análisis de rutina, los extraordinarios pueden mandarlos afuera . Usted es químico y se dará cuenta si se presenta alguna anormalidad en los reactivos o instrumentos de medida.

Dicho y hecho, a los quince días abandonaba la fábrica con los cinco mil mangos en el bolsillo.

Un año después cuando estaba por casarme, una mañana de domingo me sorprendió, en la casa de mi vieja, una delegación de obreros de la fábrica que me traía como regalo una olla a presión.

III

La duda

Para rebuscarme el puchero vendí muñecos y otras chucherías a las casas de artículos para bebé, luego ayudado por mi mujer comenzamos a fabricar forros de polietileno para cuadernos escolares. Durante casi un año trabajé como químico en una fábrica de galalita, primitivo plástico para botones a base de caseina y formol. Hasta que me vinieron a buscar para reinstalar la refinería de una antigua fábrica de aceite.

Fue un trabajo abrumador, los que la habían adquirido, no querían invertir más dinero. Nos vimos obligados a usar hierros y caños viejos que comprábamos en los cambalaches, Durante el día atendíamos la reinstalación y por la noche con mi compañero, un ex jefe de turno de la refinería, desarmábamos y limpiábamos los caños viejos que se emplearían durante el trabajo diurno.

Así hasta que conseguimos ponerla en funcionamiento. Cuando comenzamos a respirar tranquilos ¡Zas! se fisura el cigüeñal de la bomba de vacío principal, una bomba de doble efecto con un cigüenal con seis o siete bancadas que medía como tres metros de largo. Nos sumimos en ideas de fracaso.

¿Quién nos podía salvar? Humberto, jubilado de mago. Cayó bien temprano con su prodigiosa valijita gastada, repleta de herramientas y la libreta con tapas de hule. Lo dejamos solo, tranquilo.

Desarmó la bomba, recortó amianto para no rayar el cigüeñal con las morsas, solo tuvimos que ayudarlo a moverlo porque debía pesar como doscientos kilos, lo cortó en la zona de la fisura, lo soldó con un pequeño transformador, no disponíamos ni de un torno grande para colocar el cigüeñal entre puntas, ni de una soldadora rotativa. La cosa es que a la noche la refinería entró de nuevo en funcionamiento, la bomba funcionaba y no sentíamos ningún golpeteo atribuible a la reparación.

Meses después durante una parada de revisión, mandamos a medir la desviación entre los extremos del cigüeñal ¡ Menos de dos décimos de milímetro en tres metros! Humberto hasta había conseguido compensar las deformaciones producidas por el calor de la soldadura.

Yo lo seguí visitando. En un galponcito de dos por tres del fondo de su casa, se dedicaba a perfeccionar matrices para las primeras vajillas de acero inoxidable argentinas. El equipamiento que ví me hizo dudar, unas rasquetitas, la piedra esmeril y nada más. Al poco tiempo me regalo una plancha para bifes fabricada con esas matrices.

Me mudé a Mar del Plata, con mi compañero transformado en socio, compramos una muy pequeña refinería, que había importado Dreyfus, para aceite de pescado, nunca puesta en marcha. Humberto nos dió una mano para el ajuste de los mecanismos más complicados.

A un gallego, inmigrante reciente, que nos secundaba, le aconsejó que así como nosotros habíamos obtenido ganancias de la anterior instalación, él debía obtenerlas en ésta. No me gustó ni la batida del gallego, ni el consejo. Pensé en el resentimiento de Humberto, lo mal que habían retribuido su extraordinaria habilidad, y que por un motivo u otro, terminaba siendo menos amigo de lo que yo creía. Pero estaba equivocado.

Con los pesos que había cobrado por las matrices se dio el gusto de su vida, una “máquina italiana”, una moto Gilera. A treinta kilómetros por hora como máximo, iba a entregar los trabajos que le encargaban.

Lo atropelló un camión en la Perito Moreno.

Poco tiempo después, su hijo Rafaelito de 17 años, que había terminado cuarto año del Industrial, vino a vivir a Mar del Plata con nosotros, pues lo prefería a seguir viviendo con la madre. Al morir, Humberto me había dado la mejor prueba de amistad, me había confiado a su hijo.



AMIGOS EN PARANÁ

¡Aquél Paraná de 1962! Sin túnel subfluvial, Zárate Brazo Largo, ni caminos asfaltados, cuando para cruzar desde Santa Fé, había que tomar la lancha o el Ferry, siempre que salieran porque cuando el río estaba un poco encrespado había que resignarse y según los recursos, quedarse a dormir sobre un banco del puerto, o volver en ómnibus a la ciudad hacia algún alojamiento.

Seguía rigiendo la hipótesis de conflicto que se estudiaba en la Escuela Superior de Guerra, “Invasión de los brasileños”. Para dificultar su avance, nada de caminos, puentes o túneles, ni aerodrómos, sólo tierra enfangada, lo que generaba grandes dificultades la gente y el retraso de la Mesopotamia. Pasados casi cincuenta años, a la luz de lo sucedido no sabemos si reír o llorar. Todo muy funcional a quienes no les interesa la unidad de América Latina.

Me convocaron para poner en funcionamiento una planta desecadora de alimentos por sistema Spray, instalada con un crédito generoso, otorgado por un gobernador radical al que el gobierno de fuerza que lo había depuesto, no sabía como recuperar.

Su propietario era un acopiador de cereales, enriquecido con el amiguismo político y fundido idem, gracias a esa fábrica que nunca habían conseguido funcionara. La habían diseñado ingenieros entrerrianos del “palo” del propietario, sin experiencia concreta sobre el trabajo industrial.

Un mundo de acero inoxidable me subyugó, conseguí vincularme a un técnico suizo que había abandonado recientemente a la Nestlé y mediando su asesoramiento, acepté tratar de rectificar esa maraña de incongruencias productivas.

Así fue que conocí a mis amigos de Paraná.

En primer lugar al Dr. Oscar Gonzáles, abogado del propietario, a quien vaya a saber por qué llamaban “el Moco”, un hombre de bien algo ingenuo, un idealista, que fue quien dió conmigo y con la gente que se asociaría a la fábrica, a través de él tuve la suerte deconocer a José y Bernardo.

Bernardo poseía una mueblería en Paraná, en otro tiempo próspera, y vivía en un humilde departamento de planta baja en compañía de José.

Retrocedamos en el tiempo para adentrarnos en la historia de estos amigos, principales animadores del relato.

Por mil nueve cuarenta y tantos Bernardo, poseía una agencia de publicidad con altavoces por Lanús o Valentín Alsina, que se instalaban en la vía pública o sobre autos y camionetas, en la que colaboraba José. El nazismo seguía vigente, alarmados por los antecedentes de Perón, se sumaron a la campaña en su contra y comenzaron a ser perseguidos por las autoridades. Cuando el Gral. Perón ganó las elecciones emigraron hacia el Uruguay.

José que era un calificado sastre de hombres, instaló una sastrería en la Avenida 14 de Julio, la principal de Montevideo, con la que tuvo éxito y un período de bonanza.

Por entonces debía andar por los treinta años, se enamoró apasionadamente y quería casarse.

Le advirtieron que la madre de su novia estaba internada desde hacía tiempo en el Vilardebó, equivalente a nuestro manicomio de Vieytes, y que su mal podía ser hereditario, pero eso no lo arredró.

Gozó durante varios años de felicidad matrimonial. Cuando la suegra atravesaba períodos de mansedumbre la llevaban a su casa para pasar las fiestas. Durante un año nuevo sufrió un descomunal brote psicótico y fue el detonante para que la afección hereditaria también se mani-festara en la hija.

José internó a su mujer en la mejor clínica psiquiátrica, aunque era muy cara. La iba a visitar todos los días y en su desesperación descuidó el trabajo. La falta de recursos lo obligaron a reducir sus gastos al mínimo pero no reparaba en sacrificios. Cuando se quedó sin nada tuvo que resignarse a que a ella también la internaran en el Vilardebó y siguió visitándola todos los días. Durante un par de años durmió en la calle y comió cualquier cosa, el amor de su vida ni siquiera lo reconocía. José, que nunca había bebido, adquirió un vicio que lo mareaba sin hacerle perder su innato sentido de la amabilidad.

Finalmente buscó refugió en casa de Bernardo que se había hecho cargo de la mueblería paterna.

Yo los conocía del Estudio del Dr. Gonzáles, o de alguna charla ocasional de café, cuando inmovilizado por la intransibilidad del camino debía esperar en Paraná.

Producto de la inclemencia del tiempo, las fatigas del viaje y el exceso de trabajo me vi afectado por una fuerte angina con fiebre, el Dr. Gonzáles consiguió que me refugiara en el departamento de Bernardo y José hasta reponerme.

La atención sencilla y delicada, la compañía amistosa, tan natural como si no fuese nada, fueron el mejor remedio.

Bernardo y José no se parecían, salvo en la bohemia. Bernardo era un gordo, rubión, medio pelado, de ojos celestes, de aspecto eslavo y origen judío, que había leído bastante pero no cotorreaba sobre lo que había leído, sino que aplicaba su razonamientos a los temas diarios de conversación.. José descendiente de árabes, más retacón y fuerte, morocho de grandes ojos negros conquistadores, resultaba muy simpático.

Cada uno tenía sus debilidades, Bernardo estaba metejonado con una mujer más jóven, a la que no llegué a conocer, la Colorinche, debía ser pelirroja, y que según las buenas lenguas se aprovechaba de los menguados recursos de Bernardo. A José había que disculparle sus repetidas escapadas a cargar combustible en el boliche.

La cuesta abajo económica de Bernardo comenzó con una campaña política, le prometieron nombrarlo director del Banco Municipal de Paraná, le acordaron un crédito en ese mismo Banco para solventar la publicidad. Cuando ganaron se olvidaron de él, y el crédito se transformó en su salvavidas de plomo.

A todo esto la fábrica ya estaba lista para elaborar leche en polvo y necesitábamos algún promotor para conseguir que nos entregaran la leche los pequeños tamberos ruso alemanes de los alrededores, José se ofreció y como conocía la zona, cayó como anillo al dedo.

Su trabajo fue muy eficiente, cuando un marido no se decidía, la simpatía de José influía sobre la mujer para decidirlo. Alguna vez medio en broma, medio en serio, le pregunté de que medios se valía para conquistar influencia tan decisiva y... ¿Dónde? ¿Cómo?

– Cuando tienen que acercarse al pueblo yo las arrimo con la camioneta, el asunto es andar siempre con un diario grande para invitarlas a acomodarse debajo de los puentecitos que atraviesan los arroyos, Entre Ríos es muy húmedo.

La contra con José era que la vieja camioneta “Baqueano”, matungo que llevaba al jinete mareado hasta la querencia, se paraba sola ante cada boliche.

La leche en polvo que elaborábamos era aceptable y durante varios años fuimos despegando trabajosamente. Cuando Bernardo cerró la mueblería se incorporó también al equipo de promoción., relaciones públicas lugareñas.Todos vivíamos en la casa para personal de la fábrica.

Los fines de semana solía visitarnos el Dr. Prelat, muy amigo de Bernardo. Había recorrido el mundo como Profesor contratado por la Unesco y, entre otros cargos docentes, fue Rector de la Facultad de Ingeniería Química de Santa Fe.

Era un conversador formidable, nos podíamos quedar horas escuchándolo, mientras su pequeño hijo pretendía cazar palomas con la honda. Dirigía una revista dedicada a desenmascarar la multitud de teorías seudo científicas, Él no estaba en contra sólo, pretendía para evitar confusiones que no se declararan científicas.

Al verlo así, de entrecasa, boina, alpargatas, pantalón y remera de larga data, nadie lo hubiera supuesto persona tan sapiente.

Un día en que la camioneta de José efectuó más paradas que las debidas, volcó y en el accidente José perdió un brazo. Al salir del hospital no quiso dejar de trabajar y se dio maña para continuar con la promoción.

Durante un verano muy lluvioso, en el que perdimos varios cientos de miles de litros de leche porque los caminos no nos permitían acercarla a la Planta, la situación financiera se agravó.

Esperabamos salir adelante con un crédito del Banco Industrial, pero el socio cerealista que tenía firma, retiró el dinero del Banco y se escapó con su familia, con gran sorpresa del Dr. Gonzáles que confiaba en él y toleraba sus desatinos.

Como fuera de Nestlé por entónces eramos la única fábrica de leche en polvo Spray del país, les propuse a los principales accionistas que cediéramos la mayoría accionaria a alguno de los grandes productores lácteos.

Encomendaron a un estudio Contable de Santa Fe el estudio de la situación. Un fabricante de silos se interesó. A mí me pareció ese personaje un vaciador de empresas en dificultades y me desvinculé.

En pago de lo que había aportado y de sueldos que me adeudaban, me entregaron una receptoría de leche que habíamos adquirido en Basavilbaso con la que pude hacer muy poco, José me acompañó y por un corto tiempo seguí disfrutando de su bonhomía.

Pero esa es otra historia, terminó casado con una vieja modista de Santa Fé y Bernardo recaló en el departamento de su familia en Buenos Aires, y tuvo la satisfacción de ver publicadas en los diarios varias cartas suyas sobre temas cotidianos.

A los dos y al Dr.González los seguí viendo cada tanto. Desde donde estén siempre me acompañarán.


EL NONATO SPORTIVO SOL DE ORO

Fue allá por 1943 ó 44, la Avenida 9 de Julio solo llegaba hasta la calle Tucumán, pero estaba prevista su prolongación. Algunos edificios ya habían sido expropiados, demolidos y cuidadosamente tapiados. Los pibes del barrio y los cirujas, para jugar o guarecerse, violaban las cerraduras de las puertitas de hierro, burlando la inaccesibilidad.

A mí se me ocurrió pedir autorización para usar el que nos quedaba más cerca, Cerrito entre Viamonte y Córdoba. Hasta soñaba con él. La guita para comprar pelotas y algún aro de basquet, podía obtenerse con la venta de productos a los que tuvieran hambre y alguna moneda. En el Once vendían 5 rosquitas a 5 centavos, si en la sede social del Clú las cobrasemos 10...como se vé, mis sueños eran muy comerciales, en pro de un ideal.

Lo conversamos en la Plaza, y nos pusimos de acuerdo en la fundación del Sportivo Sol de Oro, un feriado a la mañana, así sin acta ni nada. ¿Uds. creen que en el acto de la fundación de los clubes que luego prosperaron, se firmó un acta? Yo creo que recién se firmó cuando empezaron a prosperar, o por lo menos a estabilizarse, y los participantes quisieron posar para la posteridad.

Sol de Oro porque todos teníamos alguna camiseta sin mangas (de las que después se llamaron musculosas), o con mangas cortas, les cosíamos un sol recortado de retazos amarillos y listo, ya teníamos la divisa para enfrentar en la lid deportiva a quienes se atrevieran a desafiarnos.

Así fue como nos encaminamos a solicitar la autorización a la comisaría 3ª, que por entónces ocupaba una antigua casa que había sido de Sarmiento, justamente en Sarmiento casi esquina Libertad. Eramos cinco o seis, tal vez siete emprendedores valientes, que supusimos que los policías tenían atribuciones para concedernos la autorización. Ellos eran los que no nos dejaban jugar a la pelota en la calle, y a veces nos enchufaban en el autito negro cuadrado, modelo 30 más o menos, para que los viejos nos diesen una pateadura cuando nos retiraran de la comisaría.

Le explicamos al vigilante de la puerta el noble fin que nos guiaba y dejó pasar a uno solo.

-Andá vos...- Tenés que ir vos. Y fui yo, el de la parla más florida. Los demás se quedaron haciéndome el aguante en la vereda.

Antes de entrar en la sala de guardia me sentí cohibido, pero saqué pecho...todo fuera por la causa. Le dije al oficial escribiente que me atendió, debía ser oficial, tenía las jinetas sobre los hombros, el motivo de nuestra visita y recurrió a la superioridad. Me hicieron explicarles todos los detalles de nuestro proyecto y se sonrieron. Yo me sentía inspirado y enumeraba las ventajas que proporcionaría un club de pibes, no iban a jugar más en la calle ni mezclarse con los más grandotes, las risotadas atrajeron a personajes con más galones, se mataban de risa.

-Fijate que pico de oro... Para prolongar la diversión me hacían preguntas y a repetir lo que ya había dicho, se iba haciendo largo, aunque embalado con el éxito que había reunido a una concurrencia tan importante, no me daba cuenta.

Mis compañeros en la vereda comenzaron a impacientarse y supusieron lo peor.

-¡Qué lo larguen...! ¡Qué lo larguen...! ¡Qué lo larguen...!

-¿Quienes son? pregunto el principal.

-Los pibes que acompañaban al que está adentro- contestaron de la guardia.

¿Adentro? ¡Preso! Y redoblaron sus gritos.

-Hacé pasar a dos o tres.

Unos gurrumines como yo.

Entónces nos contestaron que ellos no tenían atribuciones para conceder nada, que debíamos solicitarlo en la Municipalidad, y se acabó la joda.

Cuando salimos los otros aplaudieron. Regresabamos victoriosos ¡No habíamos quedado en cana!

¿Aunque en la Municipalidad a quién íbamos a ver? Si no conocíamos a nadie, ni la oficina a la que tendríamos que recurrir, y había tantas.

Esa tarde cuando nos juntamos a jugar el picado, en la callecita que atravesaba la tercera plaza, nadie mencionó el tema, nuestro interés se centraba únicamente, o se había refugiado, en la pelota.

Así murieron antes de nacer, el Sportivo Sol de Oro y las ilusiones de autogestión de unos chiquilines.