domingo, 7 de diciembre de 2008

Otros relatos sobre la buena gente

domingo, 30 de noviembre de 2008




LA OTRA ABUELA


Fue como un Angel que llegó del cielo, aunque cuando se presentó no les pareció el ángel que resulto ser.

Se habían trasladado desde Buenos Aires a Mar del Plata, arrastrados por la interminable contradicción del hombre entre la necesidad de una base material que le permitiese dedicarse a escribir, y su sentimiento de culpa ante las ganancias no vinculadas a una tarea productiva, el rechazo a las ganancias fáciles que pueden proporcionar el comercio y la nimia especulación a su alcance.

La mujer que insistía para que la familia volviese a reunirse cuanto antes, al mes, o mes y medio, cargó a los dos hijos, el escaso aparataje acumulado y acompañada por la señora Ofelia que la ayudaba, lo siguió hasta la casita del puerto que él había alquilado, porque en temporada por allí resultaban más baratas.

Pasado el verano, cuando ella debía reiniciar sus tareas docentes, y ya se habían mudado a una casa un poco más amplia y mejor ubicada, por la terminal de omnibus, fuera de temporada disponible, la señora Ofelia que tenía a su familia en Buenos Aires y la extrañaba, decidió volverse.

Como con la desaparición de los veraneantes mucho personal había quedado desocupado, la mujer recurrió a la forma de publicidad más primitiva, habló con los proveedores, el carnicero, el verdulero, el panadero y pegó un par de cartelitos en vidrieras.

Así fue que llegaron algunas postulantes, prefirió al Angel que se llamaba Gabriela Ross Morandé, a las más jóvenes. Por su edad, experiencia, y la posibilidad que colaborase con a integración de la familia, aunque su aspecto achinado, ojos estirados, la cara lisa, los cabellos renegridos y la vestimenta humilde, no contribuían a identificarla con los ángeles de las ilustraciones.

Durante el verano había trabajado en la cocina de un hotelito o pensión, que ya estaba cerrado, se presentaba como eso, cocinera, sin certificados, pero aceptó ocuparse también de otras tareas en la casa.

Nacida en Puerto Natales, se reconocía como chilena, los indígenas y criollos de ambos lados de la cordillera son muy semejantes, y en una época Puerto Natales perteneció a la Argentina, el mismo caso de los kollas del altiplano jujeños o bolivianos, o de los guaraníes, paraguayos o argentinos.

Con anterioridad se desempeñó como cocinera de una empigorotada familia de Bahía Blanca, de donde había decidido irse, o lo decidieron ellos, porque las ”niñas” se enojaban, su comida sabrosa engordaba, lo que conspiraba con la moda de señoritas en edad de merecer. ¿Sería una excusa? Hay patronas que celan el exceso de afecto de sus hijos hacia las personas que las cuidan

En efecto, cocinaba muy rico, aquellas bombas de papas con queso mantecoso fundido en el centro, los guisos (potajes) de porotos y zapallo, las milanesas de carne o de pescado, todo lo que preparaba en la cocina incitaba a devorarlo, pero en el nuevo empleo no les engordaba porque trabajaban mucho. Además la mujer no sentía esos celos, al contrario, prefería que se estableciese una relación de afecto.

El principal mérito de Gabriela fue el que inspiró en las criaturas. La hija menor de un año y meses se prendía a sus brazos y la acompañaba a hacer las compras. A ella no le importaba cargar con la nena y con las bolsas de las provisiones, al contrario le encantaba que la acompañase. La mocosa parlanchina precoz les canturreaba “ Cara sucia, cara sucia, cara sucia, te has venido con la cara sin lavar...” a los proveedores, y Gabriela en la gloria, o en la vanagloria por la criatura.

Al varón que era un par de años mayor, y menos comunicativo, también lo trataba con mucho cariño, aún cuidando proteger a los más chicos y a las mujeres por su presunta debilidad, y él se lo retribuía.

Cuando a los meses nació la hija menor, ya viviendo en otra casa, fue el centro de su atención, era la más chiquita y le encantaba que la mimaran.

Desde 1960 a 1963 en Mar del Plata se mudaron siete veces y Gabriela colaboró en las siete con esa mujer que asumía las responsabilidades de la vida hogareña, pues el hombre que se sabía respaldado, prestaba preferente atención a su trabajo

Cuando por fin volvieron a su viejo PH de Buenos Aires, en una casa como con treinta PH por Palermo Viejo, que por aquel entonces era un barrio viejo, y todavía no había alcanzado su actual fama, Gabriela ya constituía un apéndice inseparable de la familia.

Se llevaba de maravilla con todos, revelaba en ello mucha inteligencia. Quería mucho a la mujer, de la que era la principal colaboradora, y hasta toleraba los berrinches del hombre, ni hablar de los hijos que se sentían amparados tras su ruedo

Inseparable pero independiente, solo para fin de año o algún aniversario, aceptaba sentarse a la mesa con ellos. Durante sus francos, las tardes del jueves, el sábado y el domingo, solía concurrir a un cine medio rasqueta donde la trataban con el respeto que merecía una señora. Quedaba por Rivadavia, cerca de Plaza Once, y los baños quedaban detrás de la pantalla, de tal manera que al mirar la película también se veía la gente que entraba y salía del baño y se olían los efluvios. Después de la función se sentaba a comer en alguna pizzería, preferentemente cerca de la vidriera, o en las mesas de la vereda, una pizza grande y un litro de cerveza, que según ella le servía de bajativo.

Mantenía sus criterios, ella preparaba nioques, y cuando los chicos le corregían que se llamaban ñoquis, no encontraba diferencia, es igual, decía ante la sonrisa general.

Con el dinero que fue juntando durante años de trabajo, con esa familia fueron diecisiete, compraba pesos chilenos. Cuando le comentaron que ese dinero se desvalorizaba mucho y ya no valía casi nada, les creyó a medias. A regañadientes aceptó que le compraran algunos títulos Bonex que estaban dando buen rendimiento, pero como desconocía de que se trataba, y a pesar de la confianza que les tenía, al poco tiempo les pidió que los vendieran para volver a los pesos chilenos, porque no podía dormir tranquila.

Doña Gabriela y su ingenuidad. Su gran ilusión era volver a Chile y poner un lugar donde dar de comer bien a gente trabajadora, juntar honestamente el dinero necesario para recuperar las tierras en el Sur que le habían quitado a su abuelo en el siglo XIX, o comienzo del XX.

Cuando los chicos aprendieron a leer y escribir, disfrutaban al enseñarle a ella. Tenía un cuaderno donde dibujaba las letras y alguna palabra, las sumas y restas prefería no hacerlas.

Con el correr del tiempo comenzó a tener algunos achaques, la mujer la llevó al Hospital Nacional de Gastroenterología, donde decidieron extirparle la vesícula. Una mañana le dieron el alta y el hombre fue a buscarla con un taxi, porque la mujer a esa hora trabajaba en la escuela.

Gabriela sentía un sincero agradecimiento porque se ocuparan de ella, como si ello no constituyera una reciprocidad.

Al par de años volvió a experimentar molestias, pensaron que se trataba del corazón y la llevaron al Hospital Italiano, como no era gratuito esperaban que le prestasen más atención, tenía buena fama y quedaba a unas cuadras. Allí le descubrieron un fibroma de vagina y descartaron otra dolencia, antes de internarla para la operación, ordenaron análisis y radiografías. Pero la esposa no estaba muy convencida y pidió una entrevista con el Dr. Jorge Viaggio, un gran cirujano y sobre todo hombre de bien, que había operado a su suegra.

Una mañana, el hombre se levantaba antes del amanecer, le extrañó encontrar a su mujer desvelada, Durante la noche había atendido a Gabriela de un malestar, en una de sus salidas había cenado afuera, un colchón de arvejas y el inevitable litro de cerveza.

Aparentemente repuesta la dejó acostada en el living, el lugar más abrigado, para tratar de descansar un rato.

Gabriela no se encontraba donde la había dejado, corrió a su pieza y la encontró tirada en el bañito. Un vecino médico certificó que había muerto de un infarto.

Entre sus bienes encontraron en un manojo los billetes chilenos, ya fuera de circulación, destinados a rescatar las tierras que los blancos les habían arrebatado.

La enterraron en la Chacarita con los ritos católicos por respetar sus creencias, aunque ella no era practicante regular, sólo concurría a la iglesia para la misa del gallo. En otros días se refugiaba en la austera tranquilidad del templo protestante.

Los ya por entonces adolescentes, perdieron a su abuela más cercana, y más allá de la gran pena, conservaron un cariñoso recuerdo que siempre los acompañó.

Nunca más tuvo esa familia viviendo en casa a una persona de servicio, ni el matrimonio, ni los muchachos hubieran aceptado el remplazo de Gabriela, y la esposa se fue arreglando con la ayuda de otra persona durante algunas horas por semana.



EL CONO DE SOMBRA DEL INGENIERO FANTINI

Después de pasados treinta años sólo puedo acercarme a sus motivaciones, sin precisión nicertezas. Son tantas y tan complejas las razones de las conductas y ocultaciones en los seres humanos.

El devenir de los hechos, o la casualidad, me llevó a trabar relación y sentir inmediata simpatía por él.

Pedíamos en un aviso, Técnico Químico o Mecánico, para la fábrica de leche en polvo de Entre Ríos, a la que me he referido en otras oportunidades. No eran muchas las posibilidades de que la publicación diera resultado, había poca gente dispuesta a radicarse en un pueblo aislado entre caminos embarrados.

El último Ingeniero, santafesino, se había retirado después de no dar pié con bola con el manejo de la producción, quizás alarmado por las consecuencias que le depararía la debacle de la industria, a la que habían contribuido sus desatinos.

Desilusionados por los profesionales de la zona, con muchos títulos pero escasa capacidad práctica, nos tiramos el lance de conseguir para el puesto algún profesional con experiencia, que pudiera dar vuelta la tortilla, y tuvimos suerte.

Fantini para conseguir el puesto se presentó humildemente como Técnico Mecánico, dio como referencia a los directivos de la fábrica de tractores Deco, que se había retirado del mercado, pero cuyos directivos seguían vigentes.

Ellos nos dieron las mejores referencias del Ingeniero Fantini. ¿Ingeniero? Si, Ingeniero, Jefe de Producción de la fábrica de tractores, a quien habían enviado a especializarse en metalurgia a Alemania.

Cuando le preguntamos a él por la razón del ocultamiento de su título, nos explicó que se había recibido en la Universidad Obrera, primer embrión de lo que hoy es la Tecnológica, lo que era mal visto por algunos empresarios. Necesitaba alejar a su esposa e hijas de la familia materna, y un trabajo en el interior le brindaría esa posibilidad.

Además le entusiasmaba el trabajo fabril y en Buenos Aires sólo le ofrecían tareas técnicas vinculadas a la comercialización, o el diseño.

Enseguida confirmó sus antecedentes. Desde la madrugada hasta caída la noche trabajaba como si nada, dando solución no solo a las dificultades rutinarias, sino a las estructurales, y hasta los derivados de la lluvia y los caminos intransitables, con carros o como fuera, la leche llegaba en condiciones a la planta, no se producían coagulaciones en las cañerías, la calidad del producto se acercaba a los parámetros, y disminuían los descartes.

Nunca me había topado con un jefe de producción tan capaz.

La cuesta era pesada, los cuatrocientos mil litros de leche que había tirado el santafesino, casi cincuenta mil kilos de leche en polvo entera, complicaban las finanzas, y los tamberos se mostraban reticentes a seguir con la entrega para cobrar algún día. Si no deteníamos la sangría en la recepción subrían los costos por kilo producido y crecerían las dificultades.

Fantini no se quejaba, se empeñaba más para colaborar en las soluciones.

Como le conté a todos los que quisieron escucharme, la fábrica funcionaba ordenadamente, era el momento de buscar socios con respaldo, aún cediendo la mayoría de las acciones.

Si a mí me miraban con escepticismo, que incumbencia podía tener en eso el Ing. Fantini?

Así y todo pensamos que saldríamos adelante, ya no se tiraba ni un litro de leche líquida, lo que vendíamos conformaba a los clientes, y se habían reducido la cantidad de horas extras.

Enfrentábamos el futuro con optimismo, olvidado el malestar por la depresión anímica en que habíamos llegado a caer, trabajar en la fábrica volvía a resultar satisfactorio.

Gracias a Fantini.

Me invitó a cenar en su casa para que los suyos me conocieran. Una comida casera, después de la monotonía de los churrascos en la casa del personal, o los fideos recocidos del boliche del pueblo, me vendrían de periquete.

Vivía en Nogoyá a 30 km., viajamos en su auto, si se hacía tarde también me quedaría a dormir, a las 6 de la mañana siguiente volveríamos puntualmente a la fábrica.

Comimos suculentamente, su esposa cocinaba bien, ni a ella ni a las dos adolescentes les interesaba nuestra conversación y no lo disimulaban. Las conocí menos de lo que tal vez el Ingeniero Fantini hubiera querido, la señora me pareció una sencilla ama de casa, las dos hijas más elementales que Fantini.

Debíamos dormir, para regresar antes que amaneciera. Me correspondía la pieza de las visitas, previamente aireada. Intenté dormir pero por la ventana abierta había entrado un ejército de mosquitos, negros y grandes succionadores entrerrianos. La casa estaba en silencio, por timidez no me atreví a alterarlo para pedirles espirales. Embarcado en una batalla, transformé el diario en un machete, los mataba contra las paredes, cien, doscientos, no se, un par de horas, hasta que caí rendido.

Al tiempo los socios mayoritarios de nuestra fábrica de leche en polvo, excluyo al médico alergólogo especialista en liofilizacion que me había convocado, encontraron socios. No eran del ramo, me parecieron inadecuados, una situación propicia para vaciadores de empresas en dificultades. La grosera selección me llevó a dudar de quienes los eligieron. Sospeché sobre su posible participación en la sustracción de los fondos que realizó el anterior propietario.

Preferí retirarme, poco después también lo hizo el Ingeniero Fantini, con el que seguimos manteniendo buenas relaciones.

Entró a trabajar en la envasadora de soda, aguas minerales y refrescos, más grande de la Provincia, radicada en Concepción del Uruguay, que también andaba a los tirones. Pero las razones en ese caso eran otras, los sucesores de quienes la habían fundado no querían ocuparse. Uno era abogado otro escribano, muy lejos del diario burrear que requiere una fábrica.

Así pudo proseguir Fantini el plan de mantener alejadas a su esposa e hijas de la familia materna, cuya influencia él juzgaba perniciosa.

Con el correr de algunos meses, los sucesores vieron la posibilidad de hacerse de efectivo, y renovar el negocio, sin molestarse demasiado. Le ofrecieron una participación importante a pagar en parte con futuros beneficios. Vendió su casita de Lanús para cumplimentar lo que debía abonar al contado, y adelante con los faroles, a su juego lo habían llamado, trabajar denodadamente y con eficiencia.

Sería la emoción o las corridas para reunir el dinero, la cosa es que súbitamente se sintió indispuesto. Lo internaron de urgencia en una Clínica de Concepción del Uruguay, con diagnóstico de apéndicitis y urgente operación. Él no estaba en condiciones de decidir y su esposa se vio obligada a aceptar enseguida.

Pero el diagnóstico era equivocado, sufría de una deficiencia hepática producto de una bruta intoxicación.

No resistió la operación, la vida de Fantini se hundió definitivamente en el cono de sombra contra el que había luchado hasta la muerte, y su mujer se encontró sin ningún apoyo, y sin medios, hasta el último peso se había invertido en la compra.

Desesperada por regresar a Lanús, aceptó la oferta del abogado y el escribano que para qué la querían a ella como socia, recompraron las acciones del finado en una parte de lo abonado. Y en esta historia de ligeros y velocidades, antes de una semana desde el fallecimiento de su marido estaba de regreso en Lanús.

Al poco tiempo me vino a visitar para averiguar como podía iniciar los trámites de la pensión, y se quejó por el desamparo en que había quedado.

Le contesté que su parte de la envasadora valía mucho dinero, desconociendo que la había vendido por muy poco y ya no le quedaba casi nada.

No me impresionó bien, me pareció otra, no la ama de casa sencilla que había conocido, Vestía con elegancia y se comportaba con cierta coquetería. Le recomendé un abogado para que pidiese la nulidad de la venta y no la volví a ver, ni me volvió a llamar.

Por un momento me sentí inmerso en el cono de sombra en el que había vivido mi amigo.





Como muestra basta un botón

Las Provincias Interiores

El DTO. Gral. Ortiz de OCAMPO 25 AÑOS

Recuerdo que se arribaba a Catuna por el antiguo camino de tierra desde Olta, hasta dar con el viejo almacén y panadería de los Ocampo, un local muy modesto de adobe o ladrillones, emplazado en el mismo lugar donde hoy funciona el autoservicio, a pasos del Ramos Generales de los Flores. Y a Milagro por el camino , hoy en desuso, de los límites, de tierra o mejorado roto, plagado de badenes, que se hacía casi intransitable con cada chaparrón. Tanto Milagro como Catuna tenían mucha menos población que actualmente, y apenas algunas casitas construidas por el Estado para vivienda popular. Sólo se contaba con un hospital en Milagro, el viejo hospital tal como hoy se mantiene. Pero todavía, bien que mal, funcionaba el ferrocarril. En Catuna el centro asistencial, al que luego se le amplió la capacidad de camas de internación. Farmacias, dos en Milagro para todo el departamento,

la de Ricciardello y la de las Srtas. Saleme. Casi no circulaban automóviles, la única estación de servicio era la de los Salomón, también en Milagro. Los sábados a la mañana una multitud de charrés, carros y gente a caballo se acercaba a Milagro, o Catuna, desde los puestos para realizar las compras (provista) de la semana.


La Producción y los medios de vida de la población


Casi todo el mundo vivía de la ganadería caprina y vacuna, algunas ovejas, pavos y aves de corral. No obran en mi conocimiento censos de la época, ni actuales, pero creo que la cantidad de animales era mucho mayor entonces que ahora , pese al progreso técnico no pudo ser cubierto por las estancias. Otra fuente de trabajo era la Colonia olivícola O. de Ocampo que había superado 10 ó 15 años de falta de riego (Manubens Calvet y el vicepresidente en ejercicio Guido mediantes), al punto que los empleados públicos, que eran muchísimos menos que ahora, por arriesgar en proporción de 1 a 10, se tomaban las vacaciones para hacerse de unos pesos suplementarios trabajando en la cosecha.


Lo que cambió


La mayoría de los puestos están despoblados, los viejos han ido muriendo y los jóvenes emigraron a los pueblos, el 95% de la población depende de los puestos públicos, planes sociales, o trabaja en los comercios que se sustentan de lo que gastan los empleados públicos. Gracias a los fondos públicos, el nivel de vida ha subido. En Milagro y Catuna el Estado construyó una importante cantidad de viviendas populares, entregadas a pobres y no tanto, que en general realizan tareas improductivas y que no requieren mayor esfuerzo o dedicación, pero conllevan a depender de factores políticos, de todos los colores, con los que están obligados, para sobrevivir. A ello se agrega que al aumentar mucho la población de los pueblos se intensificó el consumo de agua, factor vital, que se dilapida, en forma dispendiosa, incluso para aplacar el polvo de las calles, o se pierde en las conducciones por falta de capacidad o defectos de las plantas potabilizadoras, cuando no es restada al servicio público y la producción, por “influyentes” que destruyen las paredes de contención para usarla en su provecho (Dique Saladillo), lo que se suma a un manejo errático o escandaloso de los Diques. Durante los últimos tres años se ha reducido a niveles nulos, o insuficientes, el agua de riego a la Colonia olivícola O. de Ocampo, lo que sume a quienes viven de la cosecha en la indigen- cia y a quienes trataron de modernizar la producción, industrializando, envasando, distribuyendo y exportando, al quebranto y la desaparición, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo.


Lo que se debió hacer


Construir viviendas en los puestos y propender al aumento de producción (mejoramiento de razas, pasturas, ampliación de las represas, industrialización de productos ganaderos, lacteos, cueros,etc.)

Individualizar a quienes realmente quieran trabajar la tierra para facilitarles técnicas, insumos, y canales de comercialización, local y regional. SE ESTÁ A TIEMPO. MEJOR TARDE QUE NUNCA.















NADO RECREATIVO Y SALUDABLE

Le gustaba nadar despacio, sin agitarse demasiado.

Como un pecesito en su elemento.

Pasado el tiempo la gente no repara que en el vientre materno flotó, y que los bebes no se hunden fácilmente en el agua.

Disfrutaba de ese nado que le permitía recorrer en aguas tranquilas, dos o tres mil metros sin cansarse.

Admiraba a los chiquilines costeños que se zambullían y nadaban sin esforzarse, desconociendo los estilos académicos.

Esas experiencias le hicieron reparar en que los estilos académicos, alejaban del agua a mucha gente, la que hubiera nadado con facilidad a la que te criaste, cada cual según sus características.

Y algunos se ahogaban en arroyos, inhibidos de nadar diez metros.

Los “estilos” estan diagramados para competir. Si bien permiten desarrollar grandes velocidades y batir records, exigen una especialización que atenta contra el simple placer de deslizarse en el agua, o sobre el agua, deleitarse con el medio líquido, aire, cielo, nubes, vida vegetal y animal, en el que los nadadores especializados reparan escasamente.

Es claro, que a los Guardavidas, los Profesores de educación física, los Marinos o Marineros, ¿y por qué no los Pescadores?. aquellos que por profesión deben prepararse a lidiar con el agua, el conocimiento de los estilos académicos les resulta útil. Aún los que nadan por placer y salud, pueden interesarse en practicarlos.

¿Pero vale la pena dedicar cuatro o cinco horas por días, durante diez o quince años, para competir? Es claro que los campeones reciben grandes recompensas, fama, becas, sponsors, relaciones, en pocas palabras ”money”, un pasaporte para vivir una vida más fácil y menos diversa , de lo que hubiera sido de otro modo.

En casi todos los deportes pasa lo mismo desde que se transformaron en espectáculos deportivos. Una cosa son los pibes que juegan a la pelota y otra la carrera de futbolista, que comienza a los diez o doce años, en el fútbol de salón, o en las divisiones inferiores, con la aspiración de transformarse en astros, y salvar a toda la familia. De esos chicos el 99% se queda con las manos vacías y en banda, del otro 1%, sólo algunos alcanza la gloria de los millones, preparados para defender su patrimonio con impiedad, lo que no los hace mejores, ni más cultos. Entre los espectadores, disimulan su brutalidad delincuentes escudados en una ”pasión” que cuenta con aceptación social.

Antiguos esclavos gladiadores modernizados practican kick boxing, además de puñetazos se pegan patadas. Y las mujeres boxean profesionalmente.

Se llega al absurdo de limitar la práctica del basquet, un juego ideado para practicar en espacios disponibles en las ciudades, pequeños, de piso duro, a los que superan el 1,90 m. de altura, uno de cada cien varones. Por no hablar del tenis, un juego deportivo blando, amable, donde la raqueta prolonga el brazo, con lo que elude la dureza del pelotaris a mano, transformado en patrimonio de ursos del saque, más ricos que Creso.

Había comenzado recordando los placeres del nado recreativo y se había ido por las ramas de su permanente rebeldía y disconformidad. Con reflexiones es difícil torcer el camino. Le queda el consuelo, o la autosatisfacción, cuando no se siente deprimido, de creer que vive cumpliendo con su deber.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Esta edición está dedicada a relatos sobre personajes estimados por el
autor (Bernardo Schifrin).


LA MUERTE DE UN CAMPESINO


(Los datos biográficos pueden no ser exactos, el homenaje a nuestros campesinos sí.)

Don Puño vivió siempre en el puesto donde nació.

En el Norte argentino se llama puesto a una pequeña fracción de tierra ocupada por los moradores desde tiempos inmemoriales, a veces amparados por antiguas mercedes reales, otras en las que poseen algunos recibos pagos del impuesto inmobiliario con la idea de solicitar algún día la posesión veinteañal, cosa que por el gasto y las dificultades generalmente no realizan, y en la mayoría de los casos sin ningún título que los respalde.

El puesto de Don Puño está ubicado en el Sur de La Rioja, donde la escasez de lluvias y pasturas en las estancias alcanza para albergar un vacuno cada 8 ó 10 hectáreas. Don Puño vivía en un puesto de 240 Hectáreas, criaba vacunos y cabras. En los puestos la cantidad de animales por hectárea es mayor que en las estancias, a veces se duplican los vacunos, además de las cabras.

Es claro, que requieren mucho más trabajo, llevarlos a tomar agua, a sitios donde quede pasto, vigilar para que no penetren depredadores, encerrarlos en corrales de palo a pique todas las noches, en fin, la ancestral tarea de los pastores.

Cuando Don Puño llegó a la edad de merecer se emparejó con su compañera de toda la vida, tuvieron ocho o nueve hijos en buena salud, gracias a Dios. Como en el puesto todavía vivían los padres, además de cuidar los animales, había que procurarse el puchero de otra manera, Don Puño se hizo carbonero, trabajo duro si los hay, cuando los changuitos cumplían 8 años, y habían aprendido a escribir su nombre y apellido, los llevaba para que lo ayudaran, así fuera para cuidar que el fuego no se apagara, ni se encendiera demasiado, durante los ratos en que él dormía, hachaba, o realizaba otras tareas.

Era hombre de pocas palabras, y con esas pocas y su ejemplo los fue educando, le salieron buenos para ese existir sacrificado, mucho trabajo, poca comida y nada de lujos.

Llegó el día en que por el propio devenir de la existencia debió hacerse cargo del puesto. Su situación no mejoró demasiado. A la zona no había llegado el mestizaje y los animales rendían poca carne, y los pagaban menos de lo que rendían, por no hablar de los veranos en que se retrasaban las lluvias, en que había que venderlos por nada, mandarlos a un lugar distante en el que los tuvieran a pasto a cambio de mensualidades difícilmente recuperables, o resignarse a ver morir a los más débiles. Quedaban las cabras, pero los cabritilleros se aprovechaban y bajaban sus ofertas.

Don Puño tenía la represa bien desembarrada a pala, para que el agua le rindiera más tiempo, pero así y todo.

Había que comer o comprar pasto para seguir manteniendo algunos animales. Don Puño pasaba hambre, sus hijos comían menos, y se compraba pasto.

Durante un periodo de normalidad en las lluvias (300 a 400 mm. anuales) comenzó el mestizaje y la cosa mejoró, ya sea algún vecino que había conseguido un torito mocho negro, o de esos con joroba, o el INTA que con su escaso personal de extensión alcanzó a llegarse para la inseminación.

Los hijos ya eran grandes y habían volado en busca de otros horizontes, o aportaban changueando afuera.

La familia de uno de ellos se ocupaba de un tambo criollo, ordeñaban a mano las vacas, para preparar queso, o para venderla por los alrededores, gorda y sin bautismo.

Mientras tanto se había construido el Dique Saladillo, que se destinaría a la ganadería, la canalización se pagó dos veces pero se tragaron el presupuesto, no se concluyó nunca, y con el tiempo se volvió casi inservible, agua amarga y salada.

Hasta que llegaron tres años de sequía , la vieja no llegó a verla, Don Puño se quedó sin compañera a los setenta y pico.

El hijo con su familia se fueron a trabajar a Córdoba, y una de las mujeres se quedó a cuidarlo. Otros hijos que vivían cerca andaban por el puesto para ayudarlo varias veces por semana, Don Puño se volvió todavía más callado.

No sé si fue la enfermedad, o la tristeza, Don Puño se agostó con la sequía.

LA AMISTAD DEL AJUSTADOR Y EL JOVEN TECNICO

Fue el más extraordinario ajustador mecánico que conocí, y uno de los mejores tipos.

Ajustador es quién termina los trabajos para que cumplan con eficiencia su función.

Un matricero puede ser ajustador, pero puede no serlo, porque se vale de máquinas herramientas y el ajustador domina también las herramientas de mano. Un soldador experto puede ser o no ser ajustador, pero un ajustador suele ser también un magnífico soldador. En fin, el ajustador es el operario más calificado de un taller mecánico general, algo muy diferente a lo que vulgarmente conocemos como taller mecánico, el lugar donde se cambian repuestos a los autos.

Vayamos por partes.

I

Un montón de anécdotas

A los 18 años terminé la Escuela Industrial y me entregaron el título de Técnico Químico.

Como había trabajado, mientras estudiaba, con una persona que llevaba la contabilidad de joyeros talleristas, se me ocurrió dedicarme a recuperar los metales preciosos de los residuos de esa fabricación, incluso del barrido del piso de los talleres.

Me iba regular, una porque no tenía horno de fundición para los barridos, los dueños de los hornos se quedaban con la parte del león, y otra porque era muy tiernito, carecía de picardía comercial, y en vez de sisarle una parte de los metales preciosos a los joyeros, me robaban a mí. Pero esa es historia de otro costal que algún día narraré.

Urgido por la necesidad y a la espera de algo más afín a mis estudios, conseguí emplearme como cuentacorrentista en una casa importadora de té Inglés.

Al par de meses, me enteré que la fábrica de tintas y productos afines “Pelikan” solicitaba Técnicos Químicos, me tomaron volando, por lo que dejé las transitorias cuentas corrientes.

A ellos los Técnicos Químicos les resultaban baratos, los usaban para capatacear, o para peonar, en las líneas que fabricaban una multitud de productos. Pero les prohibían la entrada al laboratorio, reino de un alemán y su “ayudante” femenina. Sólo él atesoraba las fórmulas “secretas” de los productos. Desconocíamos hasta con que materias primas trabajábamos, designadas con letras y números indescifrables, por ejemplo B 27 ó C 2014.

Cierto día, en el que me tuvo por horas tirado en el suelo raspando el cemento pegado a un molino para óleos y témperas, me saqué el delantal gris, el de él era blanco, y se lo tiré a la cara.

Un muchacho que había trabajado como ayudante de laboratorio me recomendó a “Lockwood”, asesores para el tratamiento de aguas.

La jefa de laboratorio era una rusa, que conocía las técnicas de análisis que usaba la empresa. Se había fugado de la entonces Armenia Soviética con su marido, reputado ingeniero que allí encabezaba la Dirección de Aguas. En Lockwood cuidaban al ingeniero como a su bien más preciado, y extendían un manto piadoso sobre los caprichos de la mujer, entre ellos cambiar continuamente de ayudantes.

Me tenía prohibido realizar tareas que ella no ordenara.

Una tarde faltó y uno de los promotores necesitaba analizar una muestra de agua, la técnica no ofrecía dificultades y poco después le comuniqué los resultados.

Al día siguiente la rusa puso el grito en el cielo y durante un tiempo me relegó a lavar cuidadosamente, aún recuerdo los tres enjuagues con agua desmineralizada , el material de vidrio empleado en los análisis.

Para mejorar el concepto que tenía de ella, cuando se enteró que mis abuelos habían emigrado de Rusia antes del centenario, me obsequió una perorata, según la cual mis abuelos pertenecían a la categoría de inmigrantes semiletrados corridos por la miseria, mientras ella y su esposo, respetables profesionales, eran refugiados políticos.

Llegó el verano y se acortaron las mangas de nuestros delantales, la rusa aprovechaba para acariciarme los brazos. Además, no dejaba de hacerme saber que su marido miraba con buenos ojos el desarrollo de nuestra amistad y que sería muy agradable encontrarnos para charlar. Yo me hacía el boludo. Para mí era una vieja fea y huesuda que me llevaba más de treinta años.

Me llamó el Jefe de Personal, Mr. Martin, la rusa no estaba conforme con su ayudante. Procuré explicarle la situación, él ya la conocía. Me pagaron la indeminización, y me rajé a a Mar del Plata, extrañaba a mi vieja que estaba trabajando en el hotel de mi abuelo.

A la vuelta de las vacaciones me presenté a una fábrica en San Justo que solicitaba Técnico Químico.

Quizás porque el lugar quedaba lejos, sólo nos habíamos acercado dos postulantes y el otro parecía medio papa frita. Durante la espera, traté de sonsacar a los porteros algunos datos acerca de la fábrica, para enfrentar la entrevista con ventaja. Me favoreció que el director general estuviera muy atareado y no pudiera atendernos, debíamos regresar al día siguiente. Salí rajando y durante varias horas me zambullí en la biblioteca de la Asociación Química.

Durante nuestra conversación el director se manifestó gratamente impresionado por mis conocimientos sobre la industria aceitera.

II

La amistad

Allí me hice amigo del mecánico ajustador y factotum imprescindible para el funcionamiento de las maquinarias. Pero como él decía, regían convenios colectivos de trabajo y ganaba casi lo mismo que los peones, a los que les había enseñado el oficio. Emprendía reparaciones muy dificiles, las empresas especializadas externas resultaban mucho más caras, y el trabajo de Humberto era rápido, racional, duradero, pese a lo cual nunca recibió una gratificación, ni un aumento de sueldo.

Esa situación lo mortificaba, pero se había resignado. Le seguía enseñando a todo el personal del taller y ante cada desperfecto importante se desvelaba hasta darle solución.

Los mecánicos pasaban de las salas de prensas continuas que trabajaban a 50 o 60 grados, a los patios, o al extractor por solvente, apenas un cobertizo con paredes donde soplaba el viento. Los resfríos estaban a la orden del día, y Humberto se acercaba a los cincuenta y cinco años.

En el laboratorio yo era amo y señor, el Director que cumplía rigurosamente sus funciones no era mal hombre, cuando comprobó que los análisis de rutina necesarios para ajustar los tiempos y rendimientos, se realizaban con rapidez, me dió plenos poderes.

Preparaba té caliente, para los que sentían frío, entraban al laboratorio por un minuto sin perjudicar sus tareas.

Humberto era mi principal invitado, me lo recompensaba recitando estrofas de Dante y los dos nos sentíamos en nuestra salsa.

Elegí para ayudante a un obrero entrerriano muy inteligente, capaz de aprender los análisis de rutina y hasta calcular los resultados, Humberto simpatizó con mi elección. Los fines de semana nos invitaba a su casita de Haedo. Baigorria, mi ayudante, rasgueaba en la guitarra temas criollos, valsecitos, cuecas, zambas. Humberto tocaba temas clásicos de Zarasate, Monti, Tárraga. Cuando estaba inspirado cambiaba la guitarra por el violín e interpretaba a Schuman, Mozart,o aires de opera. Yo recitaba a Neruda, Pedroni, Gustavo Riccio, Almafuerte, o mis primeros intentos poéticos.

Su mujer se mantenía ajena, sólo participaba acercando algunas viandas.

La había conocido en una de las salas de baile del Parque Japonés.

Cuando nos quedábamos solos se lamentaba:- Si tuviera que viajar a Italia ¿cómo podría presentarle esta mujer a mi familia?

Yo le pasaba diarios y revistas políticas de izquierda, Humberto los leía pero nunca me manifestó su acuerdo, debía apreciar, con razón, la mejora experimentada por los trabajadores durante las primeras presidencias de Perón.

Disculpaba su indiferencia ante mi fervor, señalando que genéricamente los de su familia, carecían de una gran inteligencia, no entendían de teorizaciones, sólo valían para el trabajo práctico.

Lo desmentía la gruesa libreta de hule en la que había recopilado fórmulas, una especie del manual del ajustador mecánico sin cálculo infinitesimal ni álgebra superior.

Cuando triunfó la Revolución Libertadora llevaron presos a los miembros de la Comisión Interna.

Yo lideraba, de motu propio, las reuniones realizadas en casas de obreros para organizar el reclamo por la libertad de los delegados de la Matanza. Algunos habrían abusado de algún franco sindical para reparar su casa, o agregarle una pieza, pero no habían ido más allá, trabajaban como todos.

Los marinos a cargo de la zona convocaron a todo el personal en la misma fábrica. Se hicieron presentes armados y luego de su largo espiche, dejaron espacio para las preguntas y las opiniones, los obreros estaban atemorizados. Yo intenté tomar la palabra pero el Director me interrumpió: -Ud. es personal directivo, no puede hablar por los trabajadores.- Protesté:- si la Revolución se hizo por la libertad , como no me van a dejar hablar.- Los marinos me dejaron hablar y les pedí la libertad de los delegados, que no eran dirigentes políticos sino humildes trabajadores.

El Director General me citó en su escritorio, tenía un entripado con algunos delegados a los que esperaba despedir sin indeminización, y mi participación lo contradecía.

-¿Cuánto gana Ud.?

-Mil seiscientos pesos mensuales.

-Le vamos a subir a dos mil quinientos, siempre y cuando no converse más con el personal obrero, buenos días, buenas tardes y nada más. Ni reuniones en el laboratorio, ni té, ni café con leche, ni nada.

Yo también fui jóven. Algún día se va a dar cuenta que lo están usando.

-Mire, aprecio este empleo y el trabajo que se realiza, pero no tengo cara para cambiar mi actitud con la gente.

Así no podemos seguir.

No se animaba a echarme por las posibles repercusiones, pero tarde o temprano lo iba a hacer.

-Doctor le propongo un trato, me pagan cinco mil pesos y les preparo a Baigorria para hacer todos los análisis de rutina, los extraordinarios pueden mandarlos afuera . Usted es químico y se dará cuenta si se presenta alguna anormalidad en los reactivos o instrumentos de medida.

Dicho y hecho, a los quince días abandonaba la fábrica con los cinco mil mangos en el bolsillo.

Un año después cuando estaba por casarme, una mañana de domingo me sorprendió, en la casa de mi vieja, una delegación de obreros de la fábrica que me traía como regalo una olla a presión.

III

La duda

Para rebuscarme el puchero vendí muñecos y otras chucherías a las casas de artículos para bebé, luego ayudado por mi mujer comenzamos a fabricar forros de polietileno para cuadernos escolares. Durante casi un año trabajé como químico en una fábrica de galalita, primitivo plástico para botones a base de caseina y formol. Hasta que me vinieron a buscar para reinstalar la refinería de una antigua fábrica de aceite.

Fue un trabajo abrumador, los que la habían adquirido, no querían invertir más dinero. Nos vimos obligados a usar hierros y caños viejos que comprábamos en los cambalaches, Durante el día atendíamos la reinstalación y por la noche con mi compañero, un ex jefe de turno de la refinería, desarmábamos y limpiábamos los caños viejos que se emplearían durante el trabajo diurno.

Así hasta que conseguimos ponerla en funcionamiento. Cuando comenzamos a respirar tranquilos ¡Zas! se fisura el cigüeñal de la bomba de vacío principal, una bomba de doble efecto con un cigüenal con seis o siete bancadas que medía como tres metros de largo. Nos sumimos en ideas de fracaso.

¿Quién nos podía salvar? Humberto, jubilado de mago. Cayó bien temprano con su prodigiosa valijita gastada, repleta de herramientas y la libreta con tapas de hule. Lo dejamos solo, tranquilo.

Desarmó la bomba, recortó amianto para no rayar el cigüeñal con las morsas, solo tuvimos que ayudarlo a moverlo porque debía pesar como doscientos kilos, lo cortó en la zona de la fisura, lo soldó con un pequeño transformador, no disponíamos ni de un torno grande para colocar el cigüeñal entre puntas, ni de una soldadora rotativa. La cosa es que a la noche la refinería entró de nuevo en funcionamiento, la bomba funcionaba y no sentíamos ningún golpeteo atribuible a la reparación.

Meses después durante una parada de revisión, mandamos a medir la desviación entre los extremos del cigüeñal ¡ Menos de dos décimos de milímetro en tres metros! Humberto hasta había conseguido compensar las deformaciones producidas por el calor de la soldadura.

Yo lo seguí visitando. En un galponcito de dos por tres del fondo de su casa, se dedicaba a perfeccionar matrices para las primeras vajillas de acero inoxidable argentinas. El equipamiento que ví me hizo dudar, unas rasquetitas, la piedra esmeril y nada más. Al poco tiempo me regalo una plancha para bifes fabricada con esas matrices.

Me mudé a Mar del Plata, con mi compañero transformado en socio, compramos una muy pequeña refinería, que había importado Dreyfus, para aceite de pescado, nunca puesta en marcha. Humberto nos dió una mano para el ajuste de los mecanismos más complicados.

A un gallego, inmigrante reciente, que nos secundaba, le aconsejó que así como nosotros habíamos obtenido ganancias de la anterior instalación, él debía obtenerlas en ésta. No me gustó ni la batida del gallego, ni el consejo. Pensé en el resentimiento de Humberto, lo mal que habían retribuido su extraordinaria habilidad, y que por un motivo u otro, terminaba siendo menos amigo de lo que yo creía. Pero estaba equivocado.

Con los pesos que había cobrado por las matrices se dio el gusto de su vida, una “máquina italiana”, una moto Gilera. A treinta kilómetros por hora como máximo, iba a entregar los trabajos que le encargaban.

Lo atropelló un camión en la Perito Moreno.

Poco tiempo después, su hijo Rafaelito de 17 años, que había terminado cuarto año del Industrial, vino a vivir a Mar del Plata con nosotros, pues lo prefería a seguir viviendo con la madre. Al morir, Humberto me había dado la mejor prueba de amistad, me había confiado a su hijo.