domingo, 30 de noviembre de 2008




LA OTRA ABUELA


Fue como un Angel que llegó del cielo, aunque cuando se presentó no les pareció el ángel que resulto ser.

Se habían trasladado desde Buenos Aires a Mar del Plata, arrastrados por la interminable contradicción del hombre entre la necesidad de una base material que le permitiese dedicarse a escribir, y su sentimiento de culpa ante las ganancias no vinculadas a una tarea productiva, el rechazo a las ganancias fáciles que pueden proporcionar el comercio y la nimia especulación a su alcance.

La mujer que insistía para que la familia volviese a reunirse cuanto antes, al mes, o mes y medio, cargó a los dos hijos, el escaso aparataje acumulado y acompañada por la señora Ofelia que la ayudaba, lo siguió hasta la casita del puerto que él había alquilado, porque en temporada por allí resultaban más baratas.

Pasado el verano, cuando ella debía reiniciar sus tareas docentes, y ya se habían mudado a una casa un poco más amplia y mejor ubicada, por la terminal de omnibus, fuera de temporada disponible, la señora Ofelia que tenía a su familia en Buenos Aires y la extrañaba, decidió volverse.

Como con la desaparición de los veraneantes mucho personal había quedado desocupado, la mujer recurrió a la forma de publicidad más primitiva, habló con los proveedores, el carnicero, el verdulero, el panadero y pegó un par de cartelitos en vidrieras.

Así fue que llegaron algunas postulantes, prefirió al Angel que se llamaba Gabriela Ross Morandé, a las más jóvenes. Por su edad, experiencia, y la posibilidad que colaborase con a integración de la familia, aunque su aspecto achinado, ojos estirados, la cara lisa, los cabellos renegridos y la vestimenta humilde, no contribuían a identificarla con los ángeles de las ilustraciones.

Durante el verano había trabajado en la cocina de un hotelito o pensión, que ya estaba cerrado, se presentaba como eso, cocinera, sin certificados, pero aceptó ocuparse también de otras tareas en la casa.

Nacida en Puerto Natales, se reconocía como chilena, los indígenas y criollos de ambos lados de la cordillera son muy semejantes, y en una época Puerto Natales perteneció a la Argentina, el mismo caso de los kollas del altiplano jujeños o bolivianos, o de los guaraníes, paraguayos o argentinos.

Con anterioridad se desempeñó como cocinera de una empigorotada familia de Bahía Blanca, de donde había decidido irse, o lo decidieron ellos, porque las ”niñas” se enojaban, su comida sabrosa engordaba, lo que conspiraba con la moda de señoritas en edad de merecer. ¿Sería una excusa? Hay patronas que celan el exceso de afecto de sus hijos hacia las personas que las cuidan

En efecto, cocinaba muy rico, aquellas bombas de papas con queso mantecoso fundido en el centro, los guisos (potajes) de porotos y zapallo, las milanesas de carne o de pescado, todo lo que preparaba en la cocina incitaba a devorarlo, pero en el nuevo empleo no les engordaba porque trabajaban mucho. Además la mujer no sentía esos celos, al contrario, prefería que se estableciese una relación de afecto.

El principal mérito de Gabriela fue el que inspiró en las criaturas. La hija menor de un año y meses se prendía a sus brazos y la acompañaba a hacer las compras. A ella no le importaba cargar con la nena y con las bolsas de las provisiones, al contrario le encantaba que la acompañase. La mocosa parlanchina precoz les canturreaba “ Cara sucia, cara sucia, cara sucia, te has venido con la cara sin lavar...” a los proveedores, y Gabriela en la gloria, o en la vanagloria por la criatura.

Al varón que era un par de años mayor, y menos comunicativo, también lo trataba con mucho cariño, aún cuidando proteger a los más chicos y a las mujeres por su presunta debilidad, y él se lo retribuía.

Cuando a los meses nació la hija menor, ya viviendo en otra casa, fue el centro de su atención, era la más chiquita y le encantaba que la mimaran.

Desde 1960 a 1963 en Mar del Plata se mudaron siete veces y Gabriela colaboró en las siete con esa mujer que asumía las responsabilidades de la vida hogareña, pues el hombre que se sabía respaldado, prestaba preferente atención a su trabajo

Cuando por fin volvieron a su viejo PH de Buenos Aires, en una casa como con treinta PH por Palermo Viejo, que por aquel entonces era un barrio viejo, y todavía no había alcanzado su actual fama, Gabriela ya constituía un apéndice inseparable de la familia.

Se llevaba de maravilla con todos, revelaba en ello mucha inteligencia. Quería mucho a la mujer, de la que era la principal colaboradora, y hasta toleraba los berrinches del hombre, ni hablar de los hijos que se sentían amparados tras su ruedo

Inseparable pero independiente, solo para fin de año o algún aniversario, aceptaba sentarse a la mesa con ellos. Durante sus francos, las tardes del jueves, el sábado y el domingo, solía concurrir a un cine medio rasqueta donde la trataban con el respeto que merecía una señora. Quedaba por Rivadavia, cerca de Plaza Once, y los baños quedaban detrás de la pantalla, de tal manera que al mirar la película también se veía la gente que entraba y salía del baño y se olían los efluvios. Después de la función se sentaba a comer en alguna pizzería, preferentemente cerca de la vidriera, o en las mesas de la vereda, una pizza grande y un litro de cerveza, que según ella le servía de bajativo.

Mantenía sus criterios, ella preparaba nioques, y cuando los chicos le corregían que se llamaban ñoquis, no encontraba diferencia, es igual, decía ante la sonrisa general.

Con el dinero que fue juntando durante años de trabajo, con esa familia fueron diecisiete, compraba pesos chilenos. Cuando le comentaron que ese dinero se desvalorizaba mucho y ya no valía casi nada, les creyó a medias. A regañadientes aceptó que le compraran algunos títulos Bonex que estaban dando buen rendimiento, pero como desconocía de que se trataba, y a pesar de la confianza que les tenía, al poco tiempo les pidió que los vendieran para volver a los pesos chilenos, porque no podía dormir tranquila.

Doña Gabriela y su ingenuidad. Su gran ilusión era volver a Chile y poner un lugar donde dar de comer bien a gente trabajadora, juntar honestamente el dinero necesario para recuperar las tierras en el Sur que le habían quitado a su abuelo en el siglo XIX, o comienzo del XX.

Cuando los chicos aprendieron a leer y escribir, disfrutaban al enseñarle a ella. Tenía un cuaderno donde dibujaba las letras y alguna palabra, las sumas y restas prefería no hacerlas.

Con el correr del tiempo comenzó a tener algunos achaques, la mujer la llevó al Hospital Nacional de Gastroenterología, donde decidieron extirparle la vesícula. Una mañana le dieron el alta y el hombre fue a buscarla con un taxi, porque la mujer a esa hora trabajaba en la escuela.

Gabriela sentía un sincero agradecimiento porque se ocuparan de ella, como si ello no constituyera una reciprocidad.

Al par de años volvió a experimentar molestias, pensaron que se trataba del corazón y la llevaron al Hospital Italiano, como no era gratuito esperaban que le prestasen más atención, tenía buena fama y quedaba a unas cuadras. Allí le descubrieron un fibroma de vagina y descartaron otra dolencia, antes de internarla para la operación, ordenaron análisis y radiografías. Pero la esposa no estaba muy convencida y pidió una entrevista con el Dr. Jorge Viaggio, un gran cirujano y sobre todo hombre de bien, que había operado a su suegra.

Una mañana, el hombre se levantaba antes del amanecer, le extrañó encontrar a su mujer desvelada, Durante la noche había atendido a Gabriela de un malestar, en una de sus salidas había cenado afuera, un colchón de arvejas y el inevitable litro de cerveza.

Aparentemente repuesta la dejó acostada en el living, el lugar más abrigado, para tratar de descansar un rato.

Gabriela no se encontraba donde la había dejado, corrió a su pieza y la encontró tirada en el bañito. Un vecino médico certificó que había muerto de un infarto.

Entre sus bienes encontraron en un manojo los billetes chilenos, ya fuera de circulación, destinados a rescatar las tierras que los blancos les habían arrebatado.

La enterraron en la Chacarita con los ritos católicos por respetar sus creencias, aunque ella no era practicante regular, sólo concurría a la iglesia para la misa del gallo. En otros días se refugiaba en la austera tranquilidad del templo protestante.

Los ya por entonces adolescentes, perdieron a su abuela más cercana, y más allá de la gran pena, conservaron un cariñoso recuerdo que siempre los acompañó.

Nunca más tuvo esa familia viviendo en casa a una persona de servicio, ni el matrimonio, ni los muchachos hubieran aceptado el remplazo de Gabriela, y la esposa se fue arreglando con la ayuda de otra persona durante algunas horas por semana.


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